jueves, 30 de septiembre de 2010

¿UNA IRRESISTIBLE TRANSFORMACIÓN POLÍTICA?


En las elecciones del domingo 19 de septiembre, el electorado sueco se pronunció de manera tal que ha generado una noticia con amplias reacciones en los más diversos países. Al menos eso es lo que surge de un recorrido rápido de los titulares de los principales diarios del mundo. Lo interesante de ese recorrido es que, aunque los distintos titulares dicen cosas diferentes, su lectura indica, en el fondo, que todos aluden, directa o indirectamente ,a un mismo fenómeno.

Durante los días previos a la elección, los sondeos ya auguraban resultados parecidos a los que fueron los definitivos y la campaña electoral estuvo insólitamente crispada por la prohibición y censura de una publicidad del partido “Demócratas de Suecia”.

El resultado de la votación contiene tres cosas destacables. Primero, se constata el triunfo de la derecha con 49% de los sufragios. Segundo, este triunfo no representaría nada novedoso si no estuviese acompañado del hecho que el partido socialdemócrata quedó limitado a un 30.8% de los sufragios, en el seno de una coalición de izquierda que no pudo superar el 43% de los votos. En efecto, los socialdemócratas, “El Partido” constructor del “modelo sueco”, que ha conducido los destinos de Suecia durante 65 años en las últimas siete décadas, no conocía semejante derrota desde 1920. Tercero, y por primera vez en la historia, la extrema derecha, el partido “Demócratas de Suecia” accede al Parlamento con una votación de 5.7% del electorado, porcentaje que le proporciona un pequeño bloque de 20 diputados, con capacidad para formar o vetar mayorías, dada la configuración del nuevo Parlamento.

Un tanto paradójicamente, la mayoría de los titulares o bien destacan el avance de la extrema derecha, o bien la derrota de la socialdemocracia: muy pocos son los que se detienen a subrayar que la coalición conservadora, ya hoy en el poder, no hace otra cosa que obtener, luego de una exitosa y prolija gestión, un nuevo mandato.

Pero esta paradoja sólo es aparente. Efectivamente, algo mucho más sustantivo que resultados electorales como éste, naturalmente transitorios, está cambiando en Suecia y en Europa.

La irrupción de la extrema derecha en el Parlamento sueco constituye un hito histórico pero no significa en absoluto un “terremoto político” mayor a nivel nacional. Es, a corto plazo, inconcebible una “Suecia de derecha”. Es más, la primera reacción del ganador conservador fue la esperada: no aceptará la alianza con la ultra derecha e intentará obtener los votos de “los verdes” que figuran en el campo de la izquierda.

Pero lo que sucede es que la buena votación de la extrema derecha sueca viene a sumarse a una ola de resultados electorales sorprendentes de la extrema derecha en toda Europa. Obteniendo votaciones nunca alcanzadas, la extrema derecha de Italia, Austria, Dinamarca, Países Bajos, Bulgaria, Letonia, Eslovaquia, Lituania, Finlandia, Grecia, Hungría, o la región de Flandes en Bélgica, son ejemplos pertinentes y atendibles de un proceso que parece presentarse mayoritariamente en países pequeños, con la única excepción de Italia. Pero, para ser cautelosos y precisos, hay que recordar que en grandes países como Inglaterra (donde la extrema derecha emergió en la forma del British National Party) o Francia y España (en las que la derecha xenófoba, populista y ultranacionalista ha quedado parcialmente “incluida” dentro de vastos partidos de centro-derecha y de derecha como l´UMP de Sarkozy, o el PP de Rajoy, el fenómeno está también presente por lo que cabe sospechar que la mutación política que está sufriendo la opinión pública europea es de magnitud suficiente como para merecer un análisis cuidadoso.

Desde luego que las explicaciones "rápidas" están a la orden del día. Están los que se apresuran a hablar de un “European Tea Party” o los que, más tradicionalmente, recurren al argumento de la recesión económica, recesión que genera índices de desocupación altos, están los que ven en el proceso de integración europeo un elemento capaz de exacerbar nacionalismos y/o regionalismos o aquellos que recuerdan la inmigración significativa recibida durante las últimas décadas, que, en muchos casos, vino acompañada de reacciones de “islamofobia” aguda, etc.

Todo eso es seguramente atendible, pero nada de eso parece dar cuenta convincentemente del proceso de transformación política e ideológico al que aludimos al inicio. No parece plausible imaginar, tampoco, una Europa “de extrema derecha”, pero, en cambio, sí parece cada vez más claro que hay un persistente y paulatino corrimiento del electorado hacia el centro y el centro-derecha. La cuestión radica en saber si eso responde a que el discurso de la derecha se ha tornado particularmente atractivo o si, lo que sucede, es que el pensamiento, los partidos y ”la cultura” de izquierda son cada vez menos significativos, política y electoralmente, para las sociedades europeas. Lo que esta histórica derrota de la socialdemocracia sueca invita a reflexionar es: ¿cual será el destino de los socialistas europeos?


Recordemos que ya hace algunas décadas asistimos (salvo en países políticamente arcaizantes y congelados en el pasado) a la evaporación del ideario y de los partidos comunistas. El PC italiano y el PC francés, los 2 grandes “mascarones” de la proa occidental de la formidable Internacional Comunista de los años 70, son hoy partidos marginales. En aquel entonces, todos pensamos que, en buena medida, ello se debía a su ostensible servilismo y dependencia del totalitario soviético y que, cuando la historia dió su veredicto, la URSS se desplomó arrastrando al traspatio de aquella a todo lo que tuviese que ver con el comunismo.

Los socialismos y la socialdemocracia europeos, primos del comunismo, pero arraigados al tronco democrático-liberal de la modernidad política occidental, heredaron parte de las ruinas de aquella catástrofe. Y tuvieron entonces un momento de auge. La socialdemocracia europea alumbró personajes realmente renovadores de la política como Olof Palme, Felipe González, Tony Blair y (aunque en menor medida, por que era un político más tradicional) Francois Mitterand.

Pero ese renacer fue breve. La reciente derrota del más conspicuo y emblemático de los partidos socialdemócratas europeos, en un contexto de “derechización” de la política en ese continente, no puede dejar de convocar la pregunta sobre el futuro de la socialdemocracia. Y las respuestas son bastante desalentadoras. ¿Que puede resultar menos atractivo y moderno que Mariano Rajoy? La respuesta es obvia: Rodríguez Zapatero. ¿Quién aparece como más prepotente y poco abierto a nuevas ideas que Nicolás Sarkozy? También la respuesta en evidente: Martine Aubry. En el mismo sentido, no es necesario abundar sobre el papel(ón) cumplido (y ya sancionado) por Gordon Brown, la total intrascendencia de los socialistas belgas y holandeses o la desaparición de los italianos.

Desde luego que esta pregunta, y las dudas que ella revela, pueden tener, en corto plazo (particularmente en las nuevas sociedades de Europa del Este), una respuesta distinta y menos escéptica; de hecho nadie puede, seriamente, descartar la emergencia de una renovación política de la mano de algún nuevo líder en (o heredero de) ”la mouvance” socialdemocráta. Pero la inquietud aquí planteada no es gratuita ni original. Son muchos los indicios que apuntan a un agotamiento del pensamiento socialdemócrata, al menos en su versión europea.

Raffaele Simone, lingüista y filósofo italiano, hombre de izquierda y autor de “La tercera etapa”, denunciaba hace apenas diez días en “Le Monde Magazine” a “…una izquierda que parece no haber entendido nada del verdadero cataclismo civilizatorio de la victoria del individualismo y del consumo..."; a una izquierda que, por ejemplo, “…hasta hace muy poco se ha negado a discutir de la inmigración masiva y de los clandestinos…”.

Todo hace pensar que habremos de volver sobre este tema.

jueves, 23 de septiembre de 2010

TURQUÍA: UN REFERÉNDUM PROBLEMÁTICO

 
El domingo 12 de septiembre, el electorado de Turquía ratificó con claridad las reformas a la Constitución que el gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), del primer ministro Recep Erdogan, sometió a referéndum. El ”score” final fue contundente puesto que el “si” a las reformas obtuvo un 58% de los sufragios.

El resultado del referéndum constitucional es importante porque, en los hechos, funcionará como una suerte de “plebiscito” de la gestión de gobierno de Recep Erdogan, plebiscito que, seguramente, impactará decisivamente, dentro de un año, en las elecciones legislativas del verano donde las chances del CHP de Kemal Kiliçdaroglu ya aparecen algo disminuidas. Y si el AKP gana esas legislativas, la continuidad de Erdogan al frente del gobierno estaría muy cerca de concretarse.

En el referéndum en cuestión se ponía a votación la modificación de unos 26 artículos de la Constitución que emergió del golpe de estado militar del año 1980 y cuya aprobación fue concretada bajo presión militar. En líneas generales, las enmiendas aprobadas podrían ser claramente calificadas como pasos importantes hacia una modernización y racionalización del sistema político turco si éste no tuviese la peculiar historia y el curioso perfil que efectivamente posee. Como veremos, el resultado “político” (no el electoral) es por demás ambiguo puesto que anuncia el paulatino debilitamiento del poder militar, la decadencia de una laicidad política, que en su momento acercó a Turquía al Occidente, fortalece a los partidos políticos, a la sociedad y al discurso de reivindicación del Islam detrás del que se encuentra, inevitablemente agazapado, el fundamentalismo islámico.

La Turquía moderna es hija de Kemal Ataturk, líder del movimiento militar revolucionario que, al final de la 1era. Guerra Mundial, realizó la hazaña de pergeñar en 1923 un estado laico y moderno con los materiales históricos heredados de la penosa decadencia del Imperio Otomano. La república fundada por Ataturk resultó ser inevitablemente autoritaria, nacionalista, expansionista y fuertemente militarista. Pero era una república y, esto no es poca cosa, era un gran proyecto de racionalización y secularización de una sociedad islámica ultratradicionalista y profundamente conservadora. Si hoy Turquía se destaca en el mundo, y particularmente en el mundo islámico, es porque aparece dotada de un sistema político secularizado y aparentemente mucho más “moderno” que el de los países islámicos donde la secularización de la sociedad y de la política es incipiente o inexistente. Para bien y para mal, el kemalismo fue, durante décadas, el gran actor de la sociedad turca y está en la base de la Turquía moderna.

Pero al kemalismo le pasó lo que le pasa a muchas izquierdas latinoamericanas: aspiran a revolucionar la sociedad del 2010 para volver a un modelo socio-político de 1960. Iluminista, centralista, jacobino, nacionalista, antiimperialista, higienista y autoritario, orientado a “fortalecer al estado”, “ilustrar a la población”, “desarrollar al país”, ”combatir al imperialismo” y “salvar a los pobres“, todo ello a la fuerza, sin consultar democráticamente a la ciudadanía y aunque sea al precio de lesionar o perder la libertad política de todos, el kemalismo posee todos los tics ideológicos de los supuestos “progresismos“ latinoamericanos.

Ya hace décadas que la misma modernización impulsada durante los primeros 40 años del kemalismo hizo que la sociedad turca se hartara del paternalismo militar izquierdizante. Por ello, porque la sociedad turca se hizo más urbana, más compleja y diversa, porque les clases medias se vincularon con el mundo, porque el consumo occidentalizado comenzó a extenderse a sectores populares, el electorado comenzó a tener nuevas orientaciones políticas. En 1960, en 1971, y en 1980, los militares hubieron de quebrar el orden institucional para “preservar el espíritu” de la república kemalista. Y así se fue instaurando la peculiar configuración de una izquierda militar defensora autoritaria de la laicidad del Estado todopoderoso que dirigía con crecientes dificultades a una sociedad cada vez más plural, más diversas, más exigente que reivindicaba valores poco entendibles para el viejo modelo kemalista. Y poco entendibles, también, porque, en muchos casos, las nuevas demandas aparecen como abiertamente contradictorias entre sí. Por ejemplo, Turquía reclama un nuevo y más respetado lugar para la religión y, al mismo tiempo, un nuevo y más respetado lugar para la mujer.

El quiebre hubo de tener lugar, finalmente, en el 2002, cuando el Partido AKP, que proviene del movimiento cultural y político pro-islamista llegase finalmente al gobierno. Cuando un exultante Erdogan, festeja, en la noche del domingo 12 de septiembre, el triunfo en el referéndum con la frase “Nuestro pueblo ha dado un paso histórico hacia la democracia y la supremacía del Estado de derecho. Se ha acabado el régimen de tutela, y han perdido los que apoyan los golpes de estado”, no es posible estar en desacuerdo. Pero tampoco es fácil contener la desconfianza.

No solamente el gobierno de Erdogan no ha sido, en absoluto, un ejemplo de respeto al estado de derecho. Son muchas las violaciones a las libertades fundamentales que pueden ser endosadas a este súbito y prístino demócrata. Más allá de ello, en realidad, lo que profundamente preocupa es que en esta embestida contra el agotado pasado kemalista se esté contrabandeando una renovación política portadora de un discurso cada vez más islamizante y que Turquía esté, lentamente, cambiando del “regimen de tutela” de los viejos militares autoritarios y laicos hacia un “regimen de tutela” de nuevos ayatollahs autoritarios y fundamentalistas.

La inquietud no es subjetiva. Para muestra, alcanza un botón. Las encuestas, internacionalmente supervisadas, indican cambios inquietantes en la opinión pública turca. En el año 2004, el 74% de los turcos se inclinaba favorablemente por una integración de su país en el Unión Europea; en el 2010, el porcentaje cae al 38%.

jueves, 16 de septiembre de 2010

DE LA LIBERTAD DE CIRCULACIÓN EN EL MUNDO GLOBALIZADO (2da. Parte)



En la nota editorial pasada vimos tres ejemplos, extraídos directamente de la actualidad internacional reciente, de las vicisitudes a las que se encuentran sometidos distintos grupos de emigrantes en la sociedad globalizada de hoy. Podríamos haber convocado cientos de ejemplos más o menos parecidos, más o menos cotidianos o más o menos crueles, que los reportados. Donde quiera buscar el lector, en las barcazas (o en los dobles fondos de los camiones) que pasan el estrecho de Gibraltar hacia España, en el flujo de indios o pakistaníes hacia los países del Golfo o en el tránsito de jóvenes mujeres de Rusia y del Este de Europa hacia las economías más desarrolladas siempre encontrará realidades más o menos parecidas, siempre pautadas por la discriminación, el racismo y la violencia. Las más brutales transgresiones a los derechos humanos, bajo la forma de extorsión, prostitución, trabajos forzados, tortura y/o asesinato puro y simple son eventos cotidianos y concretos en estos procesos.

Nadie ha de caer en la ingenuidad de creer que el fenómeno es radicalmente ”nuevo” y que los viejos y masivos procesos de migración de Europa hacia América, desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, hubieron de ser un ejemplo de pulcritud ética. Los irlandeses, italianos y judíos en América del Norte, los españoles, italianos, vascos franceses, y también judíos, en Latinoamérica igualmente hubieron de sufrir periplos en condiciones enormemente difíciles.

Pero lo que es necesario resaltar es que, no solamente el mundo del siglo XXI es muchísimo más pequeño (por mejores medios de transporte) y está infinitamente mejor conectado (por nuevas tecnologías de la información y la comunicación):  es imprescindible recordar que el mundo de hoy lleva varias décadas elevándole loas a la globalización.

De manera muy esquemática, es posible afirmar que esta tan mentada globalización actual es el resultado de la importante revolución ideológica que se llevó a cabo en la década de los años 80. Aunque el proceso fue mucho más complejo de lo que se pueda expresar aquí, alcanza con retener que con el discurso que ecosiona en la década de los años 80 (las gestiones de Reagan (1981-1989) y de Margareth Thatcher (1979-1990) serían paradigmáticas), se modificó profundamente el orden que reinó en Occidente desde la crisis de 1929 hasta el fin de la Guerra Fría. El discurso en cuestión era una novedosa mezcla de componentes liberales injertados en un viejo discurso conservador (mezcla que la recibida expresión norteamericana ”neo-con” no recoge adecuadamente), de evidente raigambre anglo-sajona, y cuya lejana paternidad podrá ser rastreada en Burke.

En esa década se pusieron en marcha profundos procesos de liberalización y desregulación de los flujos de capital. Éstos obtuvieron posibilidades sumamente ventajosas para circular libremente en grandes áreas del mundo y condiciones de desregulación tan generosas que, para muchos, y no sin alguna razón, la crisis reciente que nos aqueja tiene alguna de sus raíces en esta euforia “liberalizadora” del sector financiero. También importante fue el proceso de liberalización del comercio que, aunque no avanzó tan notoriamente como el del sector financiero, permitió un fuerte crecimiento del comercio internacional. 

¡Y vaya si algunas de las loas dirigidas a esta globalización des-regularizada son más que justificadas en determinados ámbitos de las sociedades modernas! Aunque siempre amenazado por las sombras del proteccionismo, el comercio del mercado internacional creció vigorosamente durante la última década, con las excepciones de los años 2001 y 2009, doblando casi el crecimiento del PIB mundial, los movimientos de capitales usufructúan de una casi total libertad de circulación (o por lo menos usufructuaron de ese estatuto hasta la crisis del año pasado), los flujos de turismo se incrementaron significativamente y, tanto las comunicaciones como los productos culturales de todo tipo circulan como nunca antes en la historia. En buena medida la emergencia de los nuevos (grandes  y pequeños) actores del mundo contemporáneo como la China, la India y una miríada de países cuyos nombres nunca habían siquiera figurado ni en las estadísticas del comercio mundial, ni como partícipes del mundo financiero, ni como destinos turísticos, ni como usufructuantes de las redes de comunicación e información global.

Sin embargo, en todo este proceso de liberalización y desregulación a escala global (y por eso es importante el signo ideológico bajo el cual la mencionada revolución de la década de los 80 se llevó a cabo) nadie parece haber pensado que semejante transformación de las reglas de funcionamiento de factores claves de la economía requería también un replanteo coherente de las reglas que regulaban la circulación de los trabajadores a escala global.

Con la excepción de unos pocos países del Commonwealth y de algunos breves momentos de las políticas inmigratorias de los EE.UU y de Europa, la inevitable globalización de la circulación del trabajo, que la globalización del capital (y del comercio) imperiosamente requerían, se dejó tan o más estrechamente regulada que en el período anterior a los años 80. Sucedió obviamente lo previsible: por la vía de los hechos los grandes flujos migratorios crecieron y se orientaron consistentemente con el crecimiento y la orientación de los grandes flujos de capital. Pero, mientras que los últimos lo hacían sin violar norma alguna, los primeros se movieron en la opacidad, en la marginalidad, en la indocumentación, en la irregularidad administrativa o en la más franca ilegalidad.

En este contexto, a nadie puede sorprenderse que la categoría de trabajador migrante esté hoy indisolublemente ligada (salvo rarísimas excepciones) a condiciones altamente precarias. Las sociedades, todavía ”nacionales”, saludan la llegada de capitales extranjeros pero segregan la llegada de los trabajadores que esos capitales requieren; los electorados votan por la libertad financiera pero también votan por la expulsión de los trabajadores indocumentados; los partidos políticos impulsan la libertad de comercio y, al mismo tiempo, fomentan la discriminación y el racismo; los empresarios se esfuerzan por atraer turistas extranjeros pero reniegan de la presencia de trabajadores inmigrantes.

En pocas palabras, y en la medida en que la globalización llegó para quedarse, los problemas de criminalidad y violencia vinculados a la inmigración en esta incipiente sociedad global, sólo podrán ser enfrentados siempre y cuando se admita que también los trabajadores forman parte de la creciente globalización.

jueves, 2 de septiembre de 2010

DE LA LIBERTAD DE CIRCULACIÓN EN EL MUNDO GLOBALIZADO (1era. Parte)


En las últimas semanas, a nivel internacional se han presentado conjuntamente varias noticias que, aunque provenientes de países disímiles y reflejando realidades políticas y sociales muy distintas, reenvían sin embargo a un mismo y reiterado problema de la realidad internacional contemporánea.

1.- Hace algo más de 4 meses el gobierno de Arizona, en EE.UU, logró la aprobación de la ley SB1070. La gobernadora Jan Brewer y varios de sus correligionarios republicanos festejaron, el 24 de abril, como “…un gran día para el pueblo de Arizona porque en cuanto se comience a ejecutar esta ley estaremos más seguros…”.

Se trata de una norma peculiar que pretende regular la inmigración de la manera más estricta (y altamente arbitraria) que se haya aprobado hasta la fecha. Su aprobación impactó en el debate político norteamericano ya que la norma criminaliza abiertamente la inmigración (“ilegal” o no) porque uno de los argumentos esgrimidos para su aprobación es “la seguridad” de la población estadual teóricamente cuestionada por la presencia de indocumentados. Pero, en realidad, nada nuevo sucede en Arizona. La inmigración hacia los EE.UU., hacia y a través de ese estado, existe desde hace un siglo y nunca como ahora la presencia de “indocumentados” fue oficialmente relacionada con la inseguridad de la población. De ahí que no sea casual que el estatuto de “indocumentado” (que siempre existió) esté siendo asimilado de manera cada vez más explícita al de “ilegal”.

El problema es nacional ya que en todo Estados Unidos viven casi 11 millones de inmigrantes indocumentados, mayoritariamente mexicanos, y Arizona, ubicada en la frontera con México, es una de las principales vías de ingreso para los indocumentados latinoamericanos en general. Arizona tiene una población de 6,6 millones de habitantes y alberga unos 460.000 indocumentados. Lo que equivale a decir que buena parte de la economía del estado descansa sobre las espaldas de éstos. Pero, a pesar de ello (y esto es válido para una veintena de Estados de la Unión), los sondeos revelan que más de la mitad de los encuestados a nivel nacional están de acuerdo con las medidas que impone la SB1070 en Arizona.

Muchos analistas consideran que la ley es abiertamente inconstitucional puesto que termina con la “presunción de inocencia” (una de las llaves del sistema de protección de los derechos individuales) y otorga a cualquier policía la potestad de detener personas si existe una “sospecha razonable” de que puede ser “inmigrante ilegal”. Y puede hacerlo de acuerdo a su criterio individual lo que, previsiblemente, pondrá en marcha un proceso de discriminación racial orientado contra cualquier rasgo de “latinidad”, real o presumida. La SB1070 incluso otorga a la policía la potestad de detener a quien haya cometido una falta pasible de ser sancionada con la deportación (tarea que corresponde a los tribunales de justicia) y transforma en un “crimen“ la sola presentación de una solicitud de trabajo por parte de aquellos inmigrantes no autorizados. La ley llega al extremo de permitir que los ciudadanos norteamericanos demanden al gobierno y a las agencias encargadas de hacer cumplir la ley, si creen que la norma no está siendo adecuadamente aplicada.

Obama manifestó su disconformidad y el Departamento de Justicia impugnó el 6 de julio la norma de Arizona, argumentando que la política de inmigración es potestad del gobierno federal por lo que la ley usurpa competencias de la Federación. Un fallo preliminar dio la razón al gobierno federal en lo referente al desconocimiento de sus potestades en materia inmigratoria y señaló que la ley en cuestión llevará a la detención indiscriminada de ciudadanos o inmigrantes, legales o indocumentados. El fallo impide temporalmente la vigencia de varios artículos de la ley y la juez federal consideró probable que los argumentos del Departamento de Justicia prevalecerán en un posterior juicio ante un Tribunal Federal.

Aunque Arizona no es un ejemplo de cultura cosmopolita, no deja de ser llamativo que el “ejemplo” de este estado haya sido “aplaudido” por un porcentaje tan amplio de la población norteamericana. La población de un gran país que se ha formado gracias a la inmigración parece pronunciarse por el “cierre” de sus fronteras a nuevas olas de inmigrantes. Un síntoma de este viraje son las posiciones del ex candidato republicano, John McCain, que busca reelegirse como senador por Arizona y apoya abiertamente la SB1070, cuando él ha sido, históricamente, un defensor de los inmigrantes y de legalizar las permanencias irregulares en territorio norteamericano.

2.- Bastante lejos de allí, en Francia, el gobierno de Nicolás Sarkozy parece empeñado, desde mediados del mes de julio, en una insólita campaña: expulsar de su territorio a cuanto gitano caiga en manos de las autoridades. Y, mientras se desmontan los campamentos gitanos “irregulares”, los vuelos de repatriación se suceden, uno tras otro, en dirección a Rumania o Bulgaria, países que acaban de ingresar a la UE en el año 2007 y de donde proviene la mayoría de los expulsados.

En realidad la cuestión aparece, por poco que se la examine con detenimiento, como algo muy poco serio. Es más, el propio ministro de RR.EE. de Francia, que no comparte mucho la medida, acaba de declarar que “…no está contento con toda esta polémica, con esta especie de mayonesa verbal…” en la que se ha sumido la escena política francesa.

Y no es para menos. Todo se inicia como una ofensiva de declaraciones racistas de varios ministros a los medios que, compitiendo entre sí, fomentan el aumento de la discriminación. la segregación, la criminalización y la marginación de los escasos 10 a 15.000 gitanos presentes en Francia. La sola consideración de las cifras indica que, ni ahora ni nunca, los gitanos fueron una minoría problemática para la realidad social francesa. Peor aún: ninguna cifra indica, por el momento, que se esté expulsando realmente más gitanos en la actualidad que en meses y años anteriores. Es más, de los expulsados, el 84% aparece como “repatriado voluntario” dado que cada adulto cobra 300 euros como “prima de ayuda al retorno” y, cada niño, 100 euros. Todo invita a preguntarse si muchos de los expulsados, acostumbrados como lo están, a un modus vivendi más bien nómade, no estarán de vuelta, en 2 o 3 meses, para volver a ser expulsados.

Lo más plausible es que el presidente Sarkozy, bastante debilitado electoralmente, se decidió por esta triste y cruel pantomima para tratar de reconquistar votos de la derecha y de la ultra derecha. Y parece empezar a lograr en parte su objetivo: una encuesta del 26 de agosto indicaba que el 48% de los franceses era favorable a la expulsión de los gitanos de aquel país. Aunque también empieza a advertir los costos políticos que está pagando. El Comité contra la discriminación racial de las Naciones Unidas, la iglesia católica, el propio Papa Benedicto XVI, gran parte de la prensa y opinión pública, varios ministros, etc. se han manifestado en contra de esta ostensible operación política que viola los derechos humanos, que violenta la libertad de circulación y, sobretodo, que convoca al racismo contra una población que hubo de ser víctima directa del nazismo en los campos de concentración.

Más allá de esta escaramuza política que no sabemos cómo termine finalmente para el gobierno francés, lo que nos interesa es preguntarnos por qué razones, en el seno de la Unión Europea y a mediados del año 2010, es todavía posible atizar el odio racial y convocar a la persecución de seres humanos por lo que son y no por lo que eventualmente hayan hecho, o hagan, en contra de la ley.

3.- Hace aproximadamente una semana, en San Fernando, Tamaulipas, México, y gracias al testimonio de un inmigrante ecuatoriano que se salvó milagrosamente del tiroteo indiscriminado, las autoridades hallaron los cuerpos de 72 inmigrantes, que habían sido interceptados en su ruta hacia los EE.UU por el grupo criminal internacional ”Los Zetas”. A todos aquellos que no estuvieron en condiciones de proporcionar un contacto familiar, en los EE.UU o en sus países de origen, dispuesto a pagar rescate por sus vidas, los ametrallaron a quemarropa.

El hecho de que la mayoría de los asesinados no fuese mexicana, abundasen los centroamericanos (salvadoreños, hondureños, guatemaltecos) y hubiese hasta un un brasileño y, en especial, un ecuatoriano sobreviviente y testigo de la masacre impidió que el evento fuese banalizado por las autoridades mexicanas. De haber sido simples campesinos mexicanos, y de no haber habido sobrevivientes, México hubiese comunicado el hecho como una “inexplicable matanza” o como el resultado de un enfrentamiento más entre grupos rivales del crimen organizado. Hace ya años que ese país, enfrentado a una ola de violencia delictiva sin precedentes, presenta los más horrendos hechos criminales como fenómenos imposibles de entender o como “arreglo de cuentas” entre grupos del crimen organizado.

Es una forma de “disimular las víctimas” aunque todo el mundo sabe de los miles y miles de mujeres sistemáticamente asesinadas en Ciudad Juárez y aunque, el Ombudsman de México ya había denunciado el secuestro de aproximadamente 10.000 indocumentados en el último semestre del año pasado, por narcos, grupos armados, policías corruptos o las mismas redes de “coyotes” que les facilitan el ingreso al territorio norteamericano. La sociedad mexicana, la sociedad norteamericana y la comunidad internacional no terminan de darse cuenta que los más de 3.300 kilómetros de frontera entre los EE.UU. y México se han transformado en una suerte de “coto de caza” de hombres y mujeres de ambos lados de la frontera. La corrupción endémica de los cuerpos policiales mexicanos y la prescindencia (rayana en la complicidad) de los EE.UU. que proporcionan el mercado de trabajo, los fondos y las armas para el mantenimiento de esta situación, han permitido la construcción este perverso mecanismo de circulación de población que arranca en el cono sur de América Latina.

Aunque los mecanismos de ingreso de los trabajadores latinoamericanos a los EE.UU. siempre fueron particularmente opacos y, por definición, informales y muy difíciles de controlar, en la última década éstos han cambiado casi de “naturaleza”. Con la consolidación del crimen organizado en México, el tráfico de indocumentados, junto con el tráfico de drogas, el contrabando, el comercio de armas, y todas las otras formas de criminalidad, ha pasado a ser uno de los rubros que estos grupos criminales han incorporado a sus actividades. Los resultados están a la vista.